09/30/2007

“Lánzate al remolino”

Por Pedro Rodiz

Este discurso lo di como parte del II Congreso del Autor Dramático Iberoamericano que auspició el Ateneo Puertorriqueño en verano de 1997. Lo encontré buscando otro documento -siempre es así, se encuentra lo que no se busca- y me parece muy pertinente. De esta experiencia escribí la obra Golga. Lamentablemente, sigo sin estrenarla.

“¡Lánzate al remolino!”, me recomendó Marco Antonio de la Parra, dramaturgo chileno, en referencia a la obra que estoy escribiendo. Son dos ideas reaccionarias. La primera: lánzate, que implica la acción de moverse, o peor aún, de impulsarse bruscamente hacia algo, hacia algún destino, en este caso, escribir una obra dramática. Es como decir: “tírate, brinca de una vez, ¿qué esperas? ¿Tienes miedo? Tienes que hacerlo ahora”. Y es que lo más difícil de hacer al momento de escribir una obra de teatro es justamente empezar.
Empezar es una sensación aterradoramente seductora. Surgen los mismos miedos de siempre, que si no va a funcionar, que a la gente no le va a gustar, esa historia sólo te gusta a ti, que si son muchos personajes y a ningún productor le va a interesar, que si es un montaje muy complicado y costoso.
Aún así, no tengo ningún interés de escribir obras para archivarlas o para dársela a leer a algún vecino. Por otro lado, persiste la ilusión de escribir una gran obra maestra, que se represente en este País y en otros. Aparte de que te la publiquen y la traduzcan en otros idiomas.
La vida, como el teatro, es un gran riesgo. No hay forma de saber que una idea va a funcionar si no se escribe, y una vez escrito, tiene que pasar por la prueba de fuego: el montaje. Aunque quisiera escribir la gran obra maestra de una buena vez, estoy conciente de que a escribir se aprende escribiendo, cometiendo errores, escribiendo obras malas. No hay recetas ni formulas mágicas aunque el proceso en sí lo sea.
Recuerdo con frecuencia unas líneas de la novela El nombre de la rosa de Humberto Eco, que dice:
-¿Qué es lo más que os aterra de la pureza? Pregunta Adso.
Y Guillermo responde:
-La prisa.
La prisa, la bendita prisa. Prisa por escribir, prisa por montar, prisa por tener dinero para montar, prisa por conseguir teatro, prisa por conseguir los actores, prisa por publicar, prisa por volver al escribir y se repite el ciclo menstrual que desangra a las obras. Tantas buenas ideas que pudieran convertirse en obras. Pero las ideas, los impulsos, todos necesitan tiempo para gestarse. No solamente es necesario que las ideas evolucionen, es imprescindible que uno como persona y como artista, madure.
He aprendido –a cantazo limpio- que todo se da cuando se tiene que dar, no antes. Todo esto es una contradicción; miedo a empezar y a la vez prisa porque todo se realice. Lo que pasa es que una vez se comienza es que surge la prisa.
Luego de lanzarse es que inicia la segunda idea reaccionaria: al remolino. El remolino es el destino, hacia dónde se llega. El lanzarse no es al vacío o al risco, es al remolino.
Siempre pienso que escribir es una gran responsabilidad histórica con tu gente y con tu país. El riesgo está en zambullirse en el remolino: o te ahogas o te salvas.
Marco Antonio de la Parra dice que los dramaturgos somos la antena de su país y tiene mucha razón. El ser puertorriqueño, ya de por sí, es una gran contradicción. Vivimos en una parcela alquilada a los Estados Unidos. Somos ciudadanos americanos pero no somos estadounidenses; nos separa el idioma –es inevitable, pensamos en español- y nos separa una cultura, una cosmovisión. Por otro lado, somos latinoamericanos porque nos une un mismo idioma, un mismo empezar pero nuestras historias y vivencias se encarrilaron de forma diferente. En otras palabras, somos comemierdas, malagradecidos y puertorriqueños. Eso, inevitablemente, se va a ver reflejado en las obras de teatro. “Y qué he de hacer, ay de mí” Ése es el remolino.
¿Qué tengo que decir en mis obras que no hayan dicho otros? Yo no quiero decir: “Yankees, go home” o “Viva Puerto Rico libre” Ya mucha gente se ha encargado de decirlo y lo han hecho bien. Tampoco voy a denunciar las dictaduras porque nosotros no hemos vivido eso. Yo sólo quiero escribir buenas historias que la gente se identifique con ellas. Pero no quiero escribir cuentos o novelas. Quiero escribir teatro y que sean buenas obras. Pero a veces pienso que el teatro es para los ricos. ¡Qué no daría yo para quedarme en mi casa escribiendo! Pero mi realidad puertorriqueña me lo impide. Tengo que salir a estudiar o trabajar, dirijo, actúo, manejo títeres, enseño socializo, leo, descanso –sin mencionar las mil preocupaciones del diario vivir como no tener agua para bañarme, por ejemplo- y después de todo eso, con el tiempo restante, escribo. Vivo en una isla pero no soy una isla. Tengo que hacer lo que todo puertorriqueño hace para sobrevivir. Realmente todo esto es un remolino.
A veces me dejo seducir por alguna buena idea, pero no la escribo porque no sé lo que quiero decir con la obra. ¿Es necesario que las obras tengan que decir algo? De ser así, ¿cómo se hace eso? ¿Cómo se dice algo sin que sea panfletero?
Marco Antonio de la Parra dice que tengo muchos prejuicios. Tiene razón Es que no le quiero fallar a la historia del teatro.
Tengo que manchar la página. Es que lanzarse al remolino es admitir que no se sabe nadar. Y a nadar se aprende nadando.
Debería estar escribiendo más y analizando menos. ¡Qué la historia se encargue de juzgar las obras!
23 de junio de 1997

09/27/2007

Comentario de sobre la obra Cualquier martes ceno en París

Por Javier del Valle

El amigo Javier del Valle escribió este comentario dentro del artículo Segundas funciones. No me parece justo que permanezca allí, oculto, así que me tomé la libertad de "subirlo" para fomentar la discusión. Aprecio la recomendación ya que la misma es bien intencionada. Sería bueno saber lo que piensan otros que también vieron la obra, sino, ¿cómo podré mejorar mis textos?

Querido Pedro:

La realidad es que para los que estamos en el público es nuestra única función. Yo asistí a tu segunda presentación. Puedes atribuirle a los actores, técnicos o viejitas flatulentas de la primera fila que te hayan jodido la función.
Me imagino que el texto siguió siendo el mismo de la noche anterior.
En ‘Cualquier Noche ceno en Paris’ partes de situaciones improbables para demostrar realidades ultra probables. Tienes un norte bien definido pero cuando te diriges a conseguirlo tomas avenidas llenas de recovecos que distraen al espectador.
Tu joven protagonista sueña con una vida mejor, pero se deja seducir por la escoria que representa un individuo que nada tiene que ofrecer.
Hay realidades de los personajes que se hacen totalmente visibles para el público pero que se muestren entre ellos crearía una dinámica distinta a la planteada.
Esta tipa puede sentirse sola, pero no es tan estúpida como para dejarse embelesar de un criminal como ese.
Cuida la integridad de los personajes, que pueden ser irracionales en momentos, pero esa posibilidad tiene que estar definida en su carácter.
Algo parecido pasa al protagonista de ‘El Chicle de Britney Spears’.

Javier del Valle
www.teatropr.com

09/24/2007

Otro significado para la palabra huevo

Por Pedro Rodiz

Nos decía el profesor y amigo José Luis Ramos Escobar en el Curso de Dramaturgia que evitáramos los monólogos, ya que estructuralmente eran débiles. Consiste en un recurso fácil para hacer adelantar la trama. En ellos no pasa nada, todo se cuenta. Parafraseando lo que quería decir: es mejor ilustrar o mostrar que decir o contar. Y tiene razón, el monólogo es una variante del género del cuento narrado en primera persona. A eso quisiera añadir, que aunque en el texto dramático el soliloquio no es lo más recomendable, no es menos cierto que el monólogo es el mejor instrumento para que un actor o una actriz se luzca y saque lo mejor de sí.
En lo personal no me gusta el término monólogo para definir un espectáculo que realiza una sola persona. Prefiero el concepto unipersonal porque es más amplio. Desde mi punto de vista, el monólogo es el que está dentro de una pieza; en el unipersonal se utilizan todos los recursos que tiene disponible un actor o actriz para presentar la trama y en sí mismo, es una obra completa.
Hay varios tipos de unipersonales. Están los que se utiliza al público como foro o destinatario del mensaje o propuesta. Este es de mis preferidos porque el público es cómplice. Están los que el actor o la actriz simula que hay otra persona a la que le cuenta el suceso. También existen los sicológicos que son los que presentan los pensamientos del personaje. Y dentro de estas variantes, el actor o la actriz puede interpretar a varios personajes a la vez. Por último, están los “Stand up Comedy”, en los que la única intención es hacer reír, reír y reír.
Este fin de semana fui a ver el proyecto Faena Teatral, en el nuevo teatrito La Camándula. Se presentaron tres piezas cortas. La primera lo fue Madness Night escrito, dirigido y actuado por Anamín Santiago. El segundo unipersonal lo fue Etiqueta para machotes de Gloria “Pichi” Alonso, dirigido por Iliana García y actuado por Julio Ramos y por último, La rata de Gilberto Pinto, dirigida y actuada por Francisco Capó.
Fue una gran velada, porque como mencioné antes, los unipersonales dan la oportunidad de ver buenos trabajos actorales. Fueron tres técnicas diferentes de actuación. Cada uno de ellos le impartió su estilo, su sello personal a las piezas, y esto hizo que fuera, en términos generales, un espectáculo variado y entretenido. No hubo un hilo conductor que uniera las tres obras, pero tampoco hizo falta.
Un comentario aparte merece Madness Night, ya que de las tres, era la única que fue estreno. Trajo una problemática que me toca de cerca y es sobre los maestros de teatro y su función dentro del sistema educativo del País, de cómo cada día es más subestimada su aportación al desarrollo de ciudadanos responsables. En el mismo, se explicó todos los significados posibles de la palabra huevo. Al final, se presentaron los rostros de todos esos políticos responsables de joder el bienestar de la Isla. El huevo que nos entregaron cuando entramos a la sala y que estaba dentro de una bolsita “ziplock”, había que lanzarlo contra esos bambalanes. Por un instante pensé en la situación precaria que estamos pasando, imaginé a mi pequeño saltimbanqui sentado en su sillita de comer y no lo pude lanzar. No porque esos tusas no se lo merecieran, ni porque no me guste que se tiren objetos o comida a escena -los que han visto mis trabajos saben que lo disfruto mucho- sino, porque en este momento de mi vida, el huevo tiene otra definición. Para mí, significa desayuno. Aguardé que acabara la función y lo devolví.
Eso es lo maravilloso de los textos nuestros, que cuando uno cree que ha cubierto todas las bases en términos de todas las interpretaciones posibles, de pronto viene alguien, en este caso yo, hace una nueva lectura, hace otra reflexión.
Si vuelven a repetir este trabajo, vayan a verlo. Vale la pena. Porque para que haya teatro lo único que se necesitan son actores y público.

09/23/2007

En silencio

Por Pedro Rodiz

"La palabra no es necesaria para expresar lo que se siente en el corazón".
Marcel Marceau
En una clase Pantomima IV, que aunque llevaba ese nombre más bien se trabajaba la mímica, y la ofrecía la distinguida maestra Gilda Navarra. En la pantomima se trabaja con el aspecto físico del personaje, lo que conocemos como la pantomima blanca o clásica, que es la que más se practica por el País y que es lo más que se acerca a la caricatura; en la mímica, por otro lado, se trabaja los aspectos internos del personaje, es decir, primero se trabajaba la emoción y de ahí es que surge el gesto.
En ese curso se trabajaba un ejercicio que consistía en imaginar que se tenía puesta una máscara sonriente. Luego, teníamos que tratar de quitarnos la máscara sonriente pero que estaba atorada. Lo interesante –y lo difícil- era lograr la desesperación de tratar de quitártela sin perder la sonrisa. Era, y es, bien complicado de lograr porque se trabajaba con emociones contrarias.
Me acordé del ejercicio al enterarme de la partida de Marcel Marceau. Sin embargo, no estoy triste, más bien alegre. No porque posea un sentido morboso sobre la muerte de uno de nuestras grandes figuras, sino porque él pudo vivir haciendo lo que más le apasionaba. Ya quisiera yo tener la condición física que ese hombre tenía a sus 84 años.
Ese actor mimo francés ejemplificó lo que todos sabemos del teatro: que tiene un idioma universal, que es entendido en todas las partes del mundo. Son de esos seres que dejan de ser de su país de origen para convertirse en ciudadanos del Planeta.
Y me acordé del ejercicio de la clase de pantomima porque Marcel Marceau hacía que lo difícil pareciera sencillo, simple. Me lo imagino en su féretro, con su rostro impávido, pero con una sonrisa emblemática, parecida a la recogida en al Mona Lisa. Ahora deleitarás a otros, en escenarios celestiales.
Aunque era un mimo silente –tuve la oportunidad de verlo cuando vino a Puerto Rico- en escena daba la impresión de que lo acompañaba una orquesta. Sabía transmitir sus emociones de forma elocuente. Irradiaba una energía que uno, desde la butaca, llegaba a experimentar lo que los griegos llamaron la catarsis.
Gracias por la forma en que representaste a todos los teatristas del mundo, rompiendo todas las barreras y los estereotipos. Por eso, desde aquí, un sonoro aplauso de pie, un minuto silencio, de reflexión y un eterno agradecimiento.

09/18/2007

Segundas funciones

Por Pedro Rodiz

Puede ser que sea alguna maldición ya borrada de la conciencia colectiva de los teatristas. Pero se nos ha metido en lo más hondo de la siquis. A lo mejor es un virus, algo que se nos pegó a través de las esporas del asbesto que tenían los telones del Teatro Universitario. Quizás es algo más profundo, algo que viene con el código genético. Porque nos pasa a todos, no importa donde se haga la función: la segunda es un desastre.
Lo viví como universitario, y lo sigo experimentando como profesional. No importa dónde se estrene, ni cuándo, ni cuánto se hable de esto, de nada sirve prepararse: es un desastre anunciado.
La resignación es unánime. Luego de esa función, los actores se encogen de hombros y dicen: “fue la segunda función, mañana saldrá bien”. Y efectivamente, al otro día, y las funciones subsiguientes, no tienen ningún problema.
La única explicación lógica que le he podido encontrar para explicar lo inexplicable es que en el estreno todos los actores están con los niveles de estrés bien elevados, la adrenalina fluye a millón, y esto hace que todos estén alertas. Y cuando viene la segunda, se baja la guardia, y viene lo irremediable.
El problema con esto es que, por regla general –salvo en contadas excepciones- los estrenos se realizan viernes, así que cuando llega esta función es sábado, el día en que más lleno está el teatro y cuando van los críticos. Ese día la presentación es una mierda, los “cues” de luces o sonido se adelantan o se atrasan, el ritmo de la obra se va de vacaciones, y los actores parecen que están en otra obra. Se comenten los errores más estúpidos y la obra se hunde como el Titanic. Lo que no tengo muy claro es si el público se da cuenta de esto.
Y el que más sufre de todos es el director, que es el que sabe con exactitud cómo debe quedar la presentación. Porque si la obra sale bien, el texto es maravilloso, y los actores se botaron. Pero cuando sale mal, ¿de quién es la culpa? Del director.
Esto ocurrió en la función del sábado de Cualquier martes ceno en París. ¡Qué mala quedó! Es impresionante ver cómo de un día para otro, todo se transforma en otro montaje, en algo irreconocible. Es como si se estuviera en una pesadilla, de esas en las que uno se esfuerza por despertar y no lo logra.
Algo similar ocurre en los ensayos generales. Un mal ensayo general augura un buen estreno. Pero cómo sufro cuando en el ensayo general todo sale bien. Como amuleto ante esta maldición, busco siempre alguna falla y finjo enojos con tal de que parezca que todo salió mal… por si acaso.
Por lo pronto, me pregunto si esto sólo nos ocurre a los teatristas puertorriqueños o es un mal de la profesión. Si alguien sabe, que hable ahora o que se le joda la segunda función para siempre.

09/13/2007

Un día a la vez

Por Pedro Rodiz

Hoy cumplió su primer año mi pequeño saltimbanqui. Me levanté a la hora de siempre para ir al trabajo, lo desperté y él rápidamente se puso en pie sin aún haber abierto bien los ojos. Nunca se levanta con morra. De inmediato me regaló su sonrisa de ocho dientes y me alzó los brazos para que lo sacara de la cuna.
Le di un beso, lo abracé, lo felicité por su natalicio, y casi en susurro, le canté una canción de cumpleaños, una que aprendí hace mucho tiempo en Venezuela. También al oído, le dije que lo amaba.
Demás está decir que él todavía no entiende eso de cumplir años, realmente ese primer año lo cumplimos mi esposa y yo. Ella también se levantó, y después de felicitarlo, lo besó.
Es inevitable pensar que hace un año, a esa misma hora que lo levanté, mi esposa rompió fuente. Ese niño se adelantó cuatro semanas. Fue impaciente, ¿a quién habrá salido? Estuvimos en el hospital desde las 7:00 a.m. hasta las 11:47 de la noche que fue que salió al mundo, que llegó a mi mundo para transformarlo y virarlo boca arriba.
Puede que lo que cuente ahora suene clichoso, pero tan pronto mi esposa lo expulsó de su vientre, algo dentro mí se activó. Es una sensación jamás sentida o experimentada. Fue como si algo primitivo se manifestara de manera frenética para amar incondicionalmente a ese saltimbanqui, a ese ser tan frágil que depende constantemente de los cuidados de la madre y de los míos.
Así que cuando me fui al trabajo, me dieron muchas ganas de llorar, -¡tan pendejo!-, porque ese día no lo podía pasar con él ya que compromisos de trabajo me lo impedían. Y ya por la noche, estaría en los ensayos de la obra Cualquier martes ceno en París. Me pregunté si valía la pena, no pasar tiempo con mi hijo, por estar ensayando. Y no es la primera vez que me pasa, que el día de mi cumpleaños o el de mi esposa, o el de algún familiar cercano, tengo que pasarla en algún escenario. Y los cargos de conciencia son terribles. ¿Qué es más importante, la familia o el teatro? Para mí, las dos son igualmente importantes aunque por razones diametralmente opuestas. Se me hace difícil trazar una raya.
En la obra hay varios momentos, muy íntimos, muy míos, en la que hago alusión a asuntos personales y familiares. Y hay específicamente hay dos relatos, que para mí, son fundamentales en la obra, que pertenecen a mi vida privada y que las comparto con el público. Uno de ellos es sobre detalles del pequeño saltimbanqui, aunque no todo, y el otro sobre la muerte de mi madre, y los dos sucesos ocurrieron durante este mismo año.
Unos zapatitos que se usan como utilería pertenecen a mi chiquito. Pero no son cualquier zapatitos, ésos son los que conservaré para toda la vida ya que son su primer calzado.
Recuerdo una vez, en los primeros meses, cuando él estaba tratando de virarse, hizo un esfuerzo tremendo, pero no lo lograba. Me dieron unas ganas inmensas e instintivas de ayudarlo, pero con dolor en el alma no lo hice, él tenía que aprender solito. Y así lo hizo.
Ser teatrista y criar hijos son faenas difíciles, porque una le resta tiempo a la otra. Son incontables las veces que he estado sentado en la computadora escribiendo o reescribiendo alguna escena de alguna obra y tan pronto escucho su llanto, tengo que dejar de hacer lo que estoy haciendo para salir corriendo a atenderlo. Me paraliza sus gritos. Y no hay melodía tan gratificante como la de escucharlo reír.
Yo no sé cual sea la experiencia de otras personas, pero indudablemente, la paternidad me ha hecho mejor artista, veo la vida desde otra perspectiva. Y eso se refleja en los trabajos de dirección y de dramaturgia. ¿Cómo es posible que un ser tan pequeño pueda causar cambios tan inmensos y radicales?
Por eso, que los tres cumplamos ese primer año, es una gran hazaña. Desde el principio nos propusimos que sería un día a la vez. Y así pienso ahora del teatro, que debe hacerse un día a la vez.
Por las tarde, lo tomo de la mano y lo ayudo a caminar. Ya casi lo hace solito. Gatea y se mete por todos lados, agarra lo que esté a su alcance, y sin encomendarse a nadie, se lo mete a la boca. Y cuando lo regaño o lo saco de donde no debe estar, se ríe. En fin, es todo un saltimbanqui.

09/09/2007

Al mejor director

Por Pedro Rodiz

- Profesor, ¿por qué nunca monta obras experimentales? Le pregunté a Dean Zayas, un día cuando todavía era estudiante universitario y actor del Teatro Rodante.
- ¿Acaso montar clásicos no es otra forma de experimentar? Me contestó con su peculiar forma de decir las cosas.
Me hubiese gustado decir unas palabras en el homenaje que se le dedicara el viernes pasado, con motivo de la apertura del XXIX Festival de Teatro de Caguas, pero las mías se hubiesen quedado minúsculas ante tanto elogio merecido.
Cuando entré al Departamento de Drama, ya corrían muchas historias sobre Dean, de que si era esto, que si era lo otro, y eso hizo que me intimidara. Así que la primera vez que lo conocí, estaba a la defensiva. Al poco tiempo comprendí que todo eran rumores de pasillo, y que el “cuco” no era tan “cuco” na’. En vez de eso, conocí a una persona sumamente sensible, a un hombre apasionado de la dirección escénica y el teatro en general, meticuloso en el estudio hasta el punto de ser casi un erudito, y con un extraordinario sentido del humor, una mezcla extraña entre lo ironía, cinismo y sarcasmo, que con cada comentario hacía que me tirara al piso a reírme sin control. Aún las veces cuando el comentario iba dirigido hacia mí.
Pero si algo aprendí prontamente fue a no tomar sus comentarios, a nivel personal. Porque nunca lo fueron. Muchas veces eran comentarios dirigidos a mi trabajo como actor. Así que la actitud, después de reírme, era arreglar lo que estaba mal encaminado.
Antes de ser dramaturgo y productor, me convertí en director. Y esa influencia se la debo al maestro. Una vez, tuvo que acortar un curso, uno de dicción, porque tenía que montar una obra de Lorca en España. Así que para que el curso no se quedara tan corto, le pedí que me dejara montar una pieza corta de Ramón del Valle Inclán: Ligazón. Y así lo me lo permitió. No sólo eso, sino que hizo arreglos para que la presentación fuese en el Julia de Burgos, que para ese entonces, era casi imposible de usar por los estudiantes. Eso fue vital, ese respaldo y acto de confianza fue fundamental en mi carrera como director. Demás está decir que no le fallé.
Los trabajos de dirección del maestro siempre son presentaciones impecables. Uno puede diferir en cómo se pudo haber conceptualizado la obra, pero de que están bien montadas sus puestas en escena, no cabe la menor duda. Si se pudiese ilustrar su forma de dirigir sería algo así: los personajes llegan, se establecen, componen, vuelven a componer y salen. Es sencillo, limpio y efectivo. Digo, lo explico así, medio simplón, pero es más complejo que eso. Hay todo un concepto detrás de todo esto y cada movimiento está justificado.
Para esos tiempos, tenía veintipico de años, y a esa edad, uno se cree que se come a los niños crudos. Un día recibí una gran lección. Creía saber cómo era que Dean dirigía. Y fui su asistente de director en una de las muchas puestas en escena que ha hecho de la obra: La casa de Bernarda Alba. Tan pronto comenzó el bloqueo, que daba movimiento a los personajes que hablaban, pero había otros movimientos –y muchos- para las que no lo hacían, creando cientos de combinaciones, me di cuenta que estaba ante un gran maestro de la dirección. Y que estaba atrás, años luz, de su dominio del movimiento. Cuando uno veía el conjunto del trabajo, todo funcionaba de manera orgánica, pero verlo de cerca, tan cerca como yo lo estaba, era para decirle usted y tenga. Ahí aprendí humildad.
Toda la vida le he dicho Profesor. A pesar de que siempre me dio la confianza de llamarlo por su nombre, nunca he podido hacerlo. Con lo años he aprendido que no importa cuanto se progrese, cuánto conocimiento se adquiera, los maestros siempre sabrán más que uno. Llevan un caudal de experiencia por delante. Y eso sabiduría lo da la vida.
Así, que esa noche del viernes, al ser realzado tantos logros, me emocioné. Me emocioné por él y por su legado al País. Porque soy parte de lo que deja. Se cosecha de lo que se siembra.
Pensé que pudo haber sido rico en cualquier parte del mundo, sin embargo decidió regresar a Puerto Rico, a hacer carrera. Dean, indudablemente es parte de la historia del teatro puertorriqueño, por sus impecables montajes. Eso no se lo quita nadie. Pero creo que su mayor contribución no es esa, sino la de haber influenciado y educado a tantos y a tantos artistas del teatro. ¿Qué nos hubiésemos hecho, si él no hubiese estado? Esa oportunidad de haber actuado en casi todos los estilos clásicos, y que es una oportunidad única en su clase, que compite con cualquier formación universitaria del extranjero, es tan valiosa que se me hace casi imposible expresarla con palabras. Él siempre dice, que si uno domina los clásicos, puede dominar cualquier tipo de caracterización o cualquier estilo. Y para mí, hacer Siglo de Oro, es de lo más difícil en el teatro, más complicado y complejo que hacer Shakespeare. Y él domina esos movimientos en forma de S y en forma de C como nadie. Y ni hablar de cuando uno se comía algún verso. Detenía el ensayo y preguntaba si a la línea no le faltaba algo. Todas las veces que detuvo, siempre faltaba algún verso. Era como si se hubiese memorizado la obra palabra a palabra. ¿Cómo lo hace? Eso habría que preguntárselo a él.
Esa pasión por la dirección escénica es algo contagiosa. Cuando siento que estoy perdiendo el norte, en secreto, me escabullo a ver algunos de sus montajes, y salgo renovado, con ese regocijo que da el haber presenciado un buen trabajo, nuevamente.
En el teatro Luis M. Arcelay, para su dedicatoria, había un nutrido grupo de amigos y discípulos, pero faltaron muchos. ¿Qué pasó que no llegaron? No lo sé. Pero creo que se merecía que todos los artistas del teatro del País estuviésemos allí. Pero esto no desmerece el reconocimiento, ni opaca su trayectoria. Los que estuvimos, fuimos una vez más testigos y parte de la historia, de la que se escribe y de la que se transmitirá por la tradición oral.
Así que quedo más que honrado que una de mis obras, Cualquier martes ceno en París, sea parte del Festival que le dedican. Sin su influencia, ésta, ni ninguna de mis obras, existiría. ¡Enhorabuena!

09/03/2007

Sin dolor no hay parto

Por Pedro Rodiz

Antonio, no sé su apellido, me planteó en uno de los comentarios esta pregunta: ¿Es el teatro una forma de arte obsoleta que unos pocos melancólicos se empeñan en recrearla una y otra vez como un ritual que busca no olvidar un pasado? No he dejado de pensar en eso. Entiendo que la pregunta es un poco abarcadora. No sé si se refería a la realidad puertorriqueña o al teatro mundial. A nivel mundial, en muchos lugares existe una cultura teatral que se renueva y se reinventa constantemente. En Puerto Rico, es evidente que pasamos por un momento de transición. En este momento la gente está muy preocupada por su economía personal y familiar. Comer es más importante que ver teatro. Alguien podría argumentar que los conciertos siempre se llenan, y yo responderé que son públicos diferentes. La música popular es más inmediata que el teatro. La gente la siente más cercana porque les es más fácil tener acceso a ella. Además, de que una persona que va a un concierto agota todo su dinero que tiene reservado para la recreación.
No creo que el teatro sea un arte obsoleto. Es como decir que los libros desaparecerán por culpa de la Internet. Leo mucho de lo que sale por el ciberespacio, porque la información llega más rápida, pero nada sustituye el placer de leer una buena novela.
El teatro es diferente a los conciertos de música popular, es distinto al cine y a la televisión. Son placeres distintos. Y nada sustituye ese contacto entre el público y el actor. La gente que asiste al teatro disfruta, aprecia y agradece una buena puesta de escena. Creo que el público teatral es más exigente que el de los conciertos y que el de las masas que abarrota las salas de cine. Y todos vemos televisión, es inevitable, se ha convertido en parte de la familia.
Yo hago teatro más como una expresión espiritual que comercial. Así que más que un acto de melancolía, lo veo como experiencia vital. De la misma manera que los religiosos buscan la salvación a través de Dios, yo busco la perfección a través del teatro. Así que las fluctuaciones del mercado me rozan. Yo no vivo del teatro, vivo para hacer teatro.
No soy de los que creo que “todo tiempo pasado fue mejor”, soy de los que pienso que cada época tiene sus dificultades y sus triunfos. Son tiempos de cambios, de ajustes. Y eso trae crisis, pero las crisis son saludables, hacen que uno vea los problemas desde otro punto de vista, que uno se aleje de la comodidad.
Eso de “…tratar de recrearla una y otra vez como un ritual que busca no olvidar su pasado” me parece una premisa genial, casi se podría escribir una obra con esa línea.
El teatro es una experiencia ritualista, de hecho, el teatro surge del ritual. Somos seres que dependemos del ritual, hasta en nuestras actividades más cotidianas y triviales.
Una vez, cuando era misionero… sí, fui misionero, hace muchos años, cuando era un católico activo, ahora estoy desactivado, gracias a Dios… me contaron este relato que me parece que explica muy bien lo que está ocurriendo con el teatro puertorriqueño. Pues resulta que unos misioneros se internaron selva adentro, en alguna comunidad de América del Sur, a evangelizar a los indígenas. Luego de hablarles de Cristo, creyendo que ya los habían convencido, decidieron construir una iglesia. Toda la comunidad se involucró en esta empresa. Hicieron un templo impresionante, digno de Dios, con las mejores maderas de la región. El día de la inauguración, hicieron la primera misa, pero los locales no entraron a la iglesia. Se quedaron afuera. Los misioneros no entendían lo que pasaba. A otro día lo mismo, ofrecieron misa y los locales tampoco entraron. Y así por varias semanas. Un día, uno de los misioneros, que ya estaba harto de explicarles a los indígenas de mil maneras posibles los beneficios de entrar a la “casa de Dios”, decidió indagar sobre lo que sucedía. Ellos le informaron que no entraban a la iglesia porque el templo tenía techo, que ellos desde hace muchas generaciones adoraban a Dios, o sus dioses, hablando directamente al cielo. Y el techo era un impedimento. Los misioneros tumbaron el techo de la iglesia y todos los locales entraron.
Lo que quise decir es que creemos que hemos hecho todo bien. Tenemos teatros cómodos, contamos actores y actrices estupendos(as), directores ingeniosos, dramaturgos osados, diseñadores vanguardistas, técnicos bien preparados, en fin, tenemos de todo, pero la gente se sigue quedando fuera de los teatros, no están entrando. Algo hemos hecho mal, algún techo está impidiendo que la gente se conecte con nuestro arte, pero no hemos sabido identificar el problema. Así que cada cual trata de entender el problema a su manera. Algunos, al ver que no es rentable el teatro del público general han recurrido a abarrotar al teatro escolar. El problema es que demasiada gente se ha lanzado a buscar agua a ese pozo. Y quizás ese pozo ya no tenga suficiente agua.
No niego que a veces me llene de desesperanza, que desee abandonarlo todo. Pero, luego me calmo, me viene alguna idea a la mente, y comienza de nuevo el ritual. Sin dolor no hay parto. Así ha sido siempre; es cíclico.

Crítica a la crítica

Por Pedro Rodiz

Leí con sumo interés la ¿crítica? ¿reseña? ¿comentario? ¿artículo? ¿escrito? –escrito me gusta más- que hiciera Russell Rúa de la obra Zanahorias para el periódico Primera Hora, y que salió publicado hoy lunes. Y aclaro que lo de sumo interés lo digo por la incredulidad que causó este escrito. En síntesis, hizo un despliegue de lo que hizo o no, de lo que fue y ya no es Denise Quiñones en la obra y en su vida privada, obviando todo lo demás de la puesta en escena.
En todas partes del mundo en el que se presenta teatro, hay personas - periodistas, intelectuales, aficionados, bienintencionados, especialistas, artistas frustrados o hijos de puta- que se dedican a la crítica teatral. En ninguna parte del mundo son bien recibidos. En Puerto Rico no existen críticos, más bien reseñistas o comentaristas teatrales. Y eso no es ni bueno ni malo, es nuestra realidad.
Se espera de las críticas o de las reseñas, que es el caso que nos corresponde, el que se haga un recuento de lo que se vio. Señalar aquellas áreas o aspectos en el que la puesta en escena falló, indicar buenas o malas interpretaciones, pero también el realzar los aspectos positivos del montaje, entre otras cosas; no voy a dar un curso de Crítica Teatral, Dios me libre. Dicho de otra forma, ponen sobre el microscopio todo lo que se hizo o dejó de hacer. Si tienen razón, la tienen y fin de la discusión. No son artículos de relaciones públicas –aunque en el fondo, secretamente, desearía que fuera de esa forma- tampoco es para destruir reputaciones o hacer comentarios malsanos o de mala leche, como el que me hiciera una vez, aquél que se está pudriendo en una fosa.
Estas apreciaciones sirven, en primera instancia, para que se cree el documento histórico. Es decir, que si una persona dentro de 20 años investiga lo que se hace hoy día, uno de los primeros pasos en su investigación lo es el revisar la prensa escrita. Así que el “escrito” tiene una validez histórica. Por eso se tiene que tener mucho precaución en lo que se escribe. Eso no quiere decir que si el trabajo es una mierda, deba hablar maravillas del mismo o viceversa. Muchos productores esperan la crítica o la reseña porque esto les sirve de promoción, sobre todo, si la puesta en escena está más de un fin de semana. Claro, si te clavan en la crítica, olvídate del próximo fin de semana o de mercadearla. Y unos pocos hacen una evaluación o revisión del proyecto a raíz de lo comentado.
Lo menos que uno espera de un crítico o un reseñista es que tenga conocimiento sobre lo que critique o reseñe. Uno puede diferir de su punto de vista, ya que al fin y al cabo, es sólo una impresión subjetiva de lo que vio. Pero cuando la persona encargada no sabe de qué carajos está hablando, entonces lo que escribe es ofensivo. Dicho de otra forma, si yo tuviera que hacer una reseña sobre una ópera, se me haría bien dificil, porque, aunque la ópera tiene unos paralelos con el teatro, requiere de un conocimiento o de estudios adicionales en esta expresión, conocimientos que no poseo. Así que lo más probable es que me quedaría superficial por el desconocimiento. Y los amantes de la ópera, me pasarían por la piedra además de perder toda credibilidad.
Por eso al leer el escrito de Russell Rúa sentí vergüenza ajena. No por él, sino por el director Alfredo Galván, que es un artista serio y que se prepara bien para los proyectos.
Lo que haga Denise Quiñones en su cama, le incumbe sólo a ella y a su pareja. Decir que ella perdió toda su inocencia como persona por lo que hizo en escena, es no tener ningún tipo de conocimiento en teatro. Lo que haga el personaje en el escenario, no tiene nada que ver con lo que se es en la vida real. Esto se les enseña a los estudiantes de séptimo grado cuando cogen teatro por primera vez.
Si inverosímil fue lo que este comentarista hizo, mayor fue mi asombro por lo que comentaron los que leyeron el escrito –lo leí por Internet- en el que de nueve comentarios, ninguno habló de la obra. Todos hablaron sobre los amoríos de Denise, que como dije, a nadie incumben. ¿Cómo es posible que ninguno de ellos haya expresado un comentario, ni bueno ni malo, sobre la obra? Es evidente que no vieron la obra. Eso fue comentar por comentar, supongo que son gente que está aburrida.
Lo que quiero decir es que hacer teatro es un arte: es difícil, complicado, sacrificado y que implica una sensibilidad y un intelecto sobre el promedio. Por eso, lo menos que espero de una persona que reseña o critica una obra de teatro, es que lo haga con conocimiento, pero sobre todo, con respeto.


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