09/30/2007

“Lánzate al remolino”

Por Pedro Rodiz

Este discurso lo di como parte del II Congreso del Autor Dramático Iberoamericano que auspició el Ateneo Puertorriqueño en verano de 1997. Lo encontré buscando otro documento -siempre es así, se encuentra lo que no se busca- y me parece muy pertinente. De esta experiencia escribí la obra Golga. Lamentablemente, sigo sin estrenarla.

“¡Lánzate al remolino!”, me recomendó Marco Antonio de la Parra, dramaturgo chileno, en referencia a la obra que estoy escribiendo. Son dos ideas reaccionarias. La primera: lánzate, que implica la acción de moverse, o peor aún, de impulsarse bruscamente hacia algo, hacia algún destino, en este caso, escribir una obra dramática. Es como decir: “tírate, brinca de una vez, ¿qué esperas? ¿Tienes miedo? Tienes que hacerlo ahora”. Y es que lo más difícil de hacer al momento de escribir una obra de teatro es justamente empezar.
Empezar es una sensación aterradoramente seductora. Surgen los mismos miedos de siempre, que si no va a funcionar, que a la gente no le va a gustar, esa historia sólo te gusta a ti, que si son muchos personajes y a ningún productor le va a interesar, que si es un montaje muy complicado y costoso.
Aún así, no tengo ningún interés de escribir obras para archivarlas o para dársela a leer a algún vecino. Por otro lado, persiste la ilusión de escribir una gran obra maestra, que se represente en este País y en otros. Aparte de que te la publiquen y la traduzcan en otros idiomas.
La vida, como el teatro, es un gran riesgo. No hay forma de saber que una idea va a funcionar si no se escribe, y una vez escrito, tiene que pasar por la prueba de fuego: el montaje. Aunque quisiera escribir la gran obra maestra de una buena vez, estoy conciente de que a escribir se aprende escribiendo, cometiendo errores, escribiendo obras malas. No hay recetas ni formulas mágicas aunque el proceso en sí lo sea.
Recuerdo con frecuencia unas líneas de la novela El nombre de la rosa de Humberto Eco, que dice:
-¿Qué es lo más que os aterra de la pureza? Pregunta Adso.
Y Guillermo responde:
-La prisa.
La prisa, la bendita prisa. Prisa por escribir, prisa por montar, prisa por tener dinero para montar, prisa por conseguir teatro, prisa por conseguir los actores, prisa por publicar, prisa por volver al escribir y se repite el ciclo menstrual que desangra a las obras. Tantas buenas ideas que pudieran convertirse en obras. Pero las ideas, los impulsos, todos necesitan tiempo para gestarse. No solamente es necesario que las ideas evolucionen, es imprescindible que uno como persona y como artista, madure.
He aprendido –a cantazo limpio- que todo se da cuando se tiene que dar, no antes. Todo esto es una contradicción; miedo a empezar y a la vez prisa porque todo se realice. Lo que pasa es que una vez se comienza es que surge la prisa.
Luego de lanzarse es que inicia la segunda idea reaccionaria: al remolino. El remolino es el destino, hacia dónde se llega. El lanzarse no es al vacío o al risco, es al remolino.
Siempre pienso que escribir es una gran responsabilidad histórica con tu gente y con tu país. El riesgo está en zambullirse en el remolino: o te ahogas o te salvas.
Marco Antonio de la Parra dice que los dramaturgos somos la antena de su país y tiene mucha razón. El ser puertorriqueño, ya de por sí, es una gran contradicción. Vivimos en una parcela alquilada a los Estados Unidos. Somos ciudadanos americanos pero no somos estadounidenses; nos separa el idioma –es inevitable, pensamos en español- y nos separa una cultura, una cosmovisión. Por otro lado, somos latinoamericanos porque nos une un mismo idioma, un mismo empezar pero nuestras historias y vivencias se encarrilaron de forma diferente. En otras palabras, somos comemierdas, malagradecidos y puertorriqueños. Eso, inevitablemente, se va a ver reflejado en las obras de teatro. “Y qué he de hacer, ay de mí” Ése es el remolino.
¿Qué tengo que decir en mis obras que no hayan dicho otros? Yo no quiero decir: “Yankees, go home” o “Viva Puerto Rico libre” Ya mucha gente se ha encargado de decirlo y lo han hecho bien. Tampoco voy a denunciar las dictaduras porque nosotros no hemos vivido eso. Yo sólo quiero escribir buenas historias que la gente se identifique con ellas. Pero no quiero escribir cuentos o novelas. Quiero escribir teatro y que sean buenas obras. Pero a veces pienso que el teatro es para los ricos. ¡Qué no daría yo para quedarme en mi casa escribiendo! Pero mi realidad puertorriqueña me lo impide. Tengo que salir a estudiar o trabajar, dirijo, actúo, manejo títeres, enseño socializo, leo, descanso –sin mencionar las mil preocupaciones del diario vivir como no tener agua para bañarme, por ejemplo- y después de todo eso, con el tiempo restante, escribo. Vivo en una isla pero no soy una isla. Tengo que hacer lo que todo puertorriqueño hace para sobrevivir. Realmente todo esto es un remolino.
A veces me dejo seducir por alguna buena idea, pero no la escribo porque no sé lo que quiero decir con la obra. ¿Es necesario que las obras tengan que decir algo? De ser así, ¿cómo se hace eso? ¿Cómo se dice algo sin que sea panfletero?
Marco Antonio de la Parra dice que tengo muchos prejuicios. Tiene razón Es que no le quiero fallar a la historia del teatro.
Tengo que manchar la página. Es que lanzarse al remolino es admitir que no se sabe nadar. Y a nadar se aprende nadando.
Debería estar escribiendo más y analizando menos. ¡Qué la historia se encargue de juzgar las obras!
23 de junio de 1997


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