10/04/2007

De vuelta al Teatro Universitario

Por Pedro Rodiz

Ayer fui al Teatro de la Universidad de Puerto Rico. Es la primera vez que asisto desde que lo remodelaron. De lo primero que me acordé fue que todavía no tiene nombre. Recuerdo que hubo un movimiento que quería nombrarlo Raúl Juliá y otro que quería nombrarlo Leopoldo Santiago Lavandero. No sé en qué quedó eso.
Por mi parte pienso, sin restarle méritos a nuestro gran actor, que debiera llamarse Leopoldo Santiago Lavandero por lo que este hombre significó, tanto para el teatro universitario como para el teatro puertorriqueño en general.
Así que me dirigí a la boletería, compré un boleto para ver el unipersonal Lágrimas negras, escrito y actuado por Eva Vázquez. Miré hacia la columna lateral derecha –si se mira de frente. Digo, hago esta aclaración porque en el teatro las derechas y las izquierdas son con referencia al actor, es decir, al revés- y no vi a las grieguitas. Desaparecieron como los dioses mitológicos desaparecieron de Grecia.
Entré. Básicamente está igual. Impresiona el azul turquesa intenso del techo del vestíbulo. Ya dentro del área del público, en los extremos, que son las salidas de los pasillos laterales estaban iluminados con un azul intenso que le da un toque moderno a la antigua estructura. Me fui a sentar como en la cuarta fila. Allí divisé a José Félix Gómez, que es el nuevo administrador del Teatro y le di un abrazo. Miré hacia el escenario y miré la escenografía. Eran tres bastidores que servían de pantallas de proyección y una iluminación que me pareció conocida. Pensé: “esto se parece a las luces de María Cristina Fusté”. Corroboré en el programa de mano y efectivamente, ella había hecho la iluminación. Miré para el lado y allí estaba ella. La saludé efusivamente, como suelo hacer cada vez que me la encuentro, y hablamos un poco de sus planes con su nuevo proyecto Tropical Tree en el Festival de Teatro Internacional del ICP y del mar que todavía me debe. ¡Está pegá! Cosa que me alegra mucho. Hablar con ella me llena de energías positivas y creativas. Después, aquello se convirtió en una reunión de amigos. Apareció Gerardo Ortiz con Evelyn Rosario y su hijo. Llegó Miguel Vando, Axel Cintrón, Idalia Pérez Garay y a Roberto Gorbea.
Roberto merece un comentario aparte. Ese sí que es un sobreviviente. Hacía muchos años que no lo veía. Hace tiempo que le había perdido el rastro. Me comentó que está viajando el mundo. Y ese sí que no el tiene miedo a nada, ese se adapta a cualquier situación o circunstancia. Está bien. Siempre es bien agradable hablar con él. Poseo una buena proyección de voz, pero la mía se queda corta ante el vozarrón de Gorbea. Y ni hablar de su risa contagiosa. Cuando se ríe, el teatro retumba. Al lado de Roberto participé en casi todas las obras del Teatro Rodante y conmigo siempre fue gentil, respetuoso y hasta protector. Por eso aprecio mucho su amistad. Y va de vuelta a Broadway, donde debe estar.
Así, rodeado de maestros y amigos fue que vi la función. Es inevitable, me embargó la nostalgia. Recuerdo que una de mis aspiraciones cuando entré al Departamento de Drama era poder actuar en ese teatro por el reto que conllevaba para los actores presentarse ante ese escenario sordo. Y por supuesto que se dio, en un montaje interesantísimo que realizó Dean Zayas con una adaptación de la novela de Víctor Hugo: Los miserables. Años después, vi el musical allá en New York y si le quitas la impresionante escenografía de un costo millonario a aquella producción, puedo decir, sin que se me quede nada por dentro, que el montaje universitario no tenía nada que envidiarle al de allá. En esa obra por poco me mato. Había que empujar, desde los extremos del escenario, unas plataformas y que una vez unidas en el centro-frente formaban la barricada. Pues en el ensayo general, que es cuando se usaba el vestuario por primera vez, me dieron unos zapatos que resbalaban sobre la madera. Recuerdo que me tocaba empujar, junto a un montón de personas, la plataforma movible del lado izquierdo –lado izquierdo desde la perspectiva del actor- y cuando hago fuerza siento que resbalo pero se lo atribuí a los zapatos. Del otro extremo del escenario gritaban algo que no se distinguía bien. Ya casi al final entendí que gritaban: ¡Cuidado! Yo me levanté, y les juro que sentí que el tiempo se detuvo, me moví hacia mi derecha y en ese instante cayó una de las torres que sostenían como tres “likos”. El cable de los focos se había enredado en la plataforma. Me iban a caer directo en la espalda, y para ese entonces yo pesaba con ciento veinte libras mojado… me hubiese partido la espina dorsal tanto por el peso, por la velocidad y por el “liko” que se estrelló justamente donde yo estaba unos segundos antes. Quedé petrificado el resto del ensayo. ¡Estoy vivo de milagro!
Fue bien gratificante volver a estar de público en ese teatro que tiene tanta historia. La última vez que lo había visitado, fue en una función de un montaje estudiantil de la obra La edad de la ciruela de Arístides Vargas, en la que tuve que entrar de forma clandestina y el teatro estaba desnudo, en ruinas, lleno de polvo y sin butacas.
Así que usaré la frase clichosa para describirlo: El Teatro Universitario ha resurgido, como el ave fénix, con todo el esplendor de antaño.
De cómo quedó la función de la obra Lágrimas negras… pues, comentaré en el próximo artículo. Ya este se hizo muy largo.


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