02/13/2007

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Por Pedro Rodiz

En días recientes fui a ver la obra Lucas y Lucía de Carlos Vega al teatro del Ateneo Puertorriqueño. Entendí que lo más correcto era ver ese proyecto primero, a pesar de la variedad de ofertas teatrales que se presentaban en ese fin de semana, porque era una propuesta nueva y del patio. Yo no voy a hacer una reseña ni una crítica de la puesta en escena, yo no soy crítico teatral, ¡Dios me libre de semejante maldad!
Cuando voy a ver una propuesta teatral, lo que más me interesa, por encima del montaje, es el texto. Eso es una manía que no he podido quitarme. La única excepción son las obras de Broadway, a las que voy a ver únicamente por los efectos especiales y/o escenográficos, es decir, por el espectáculo.
Por eso debo enfatizar que me quedé con las ganas de ver más. La obra duró apenas unos cincuenta y cinco minutos y entiendo que la trama aguantaba mucho más. Deseé seguir viendo el desarrollo de la historia y el crecimiento de los personajes. El texto, y ese es mi parecer como espectador, no debió terminar como terminó. Desde mi punto de vista fue un final abrupto y hasta cierto punto, no le hizo justicia a la pieza.
No me malentiendan, la obra tiene muchas posibilidades y el rato que estuve, lo disfruté mucho. Lo que pasa es que quedé con la sensación de que ese final no se parecía a un final que, quizás, pudo haber sido la transición para un segundo acto. Es difícil hablar sobre un final de una obra sin comentar de qué trata la trama. En síntesis, una pareja joven trata de sobrevivir en un país que cada día aprecia menos a sus artistas y con una economía que en cada momento ahoga más a los que quieren hacer la diferencia en la calidad de vida de los ciudadanos. Al final, cada cual toma la decisión de continuar por su lado, pero la forma de presentarlo fue por medio de una narración. Y no quería que me contaran nada, quería verlo sobre el escenario. ¿Qué pasó después? ¿Se volvieron a encontrar? Es más, ¿qué hubiese pasado si ella hubiese regresado al apartamento un año después? Claro, probablemente sería otra obra.
Aclaro que estos comentarios los hago con el mayor respeto posible, sabiendo que lo que expreso es un atrevimiento de mi parte porque él no me ha preguntado mi opinión sobre la obra y a lo mejor él está complacido con el resultado.
Por lo cual no dejo de preguntarme: ¿cuándo es que una obra de teatro está terminada? ¿Quién lo decide? ¿El dramaturgo? ¿El director? ¿Ambos? ¿Los actores? ¿El público?
Me parece que un libreto no está terminado hasta que se prueba en el escenario. Que pase por todo un proceso de ensayos, de experimentación, de exploración de posibilidades. Mientras tanto, no es más que un instrumento de trabajo.
Me acuerdo de un cuento que me hizo el gran dramaturgo argentino Mauricio Kartún cuando le mencioné que su obra La casita de los viejos era simplemente una obra genial. Y él me dijo que cada vez que la montaba le hacía cambios porque según pasaba el tiempo se le ocurrían nuevas ideas y que su madurez como persona le hacía ver el texto de manera diferente, enriqueciéndolo con esas experiencias de vida ya que él era una persona distinta a cuando concibió la obra. Y eso a pesar de que la obra está publicada. Que él no se cansaba de corregirla. Además de esto, pienso que la aportación del director es importantísima, porque éste ve los aciertos del texto, pero también le descubre las debilidades.
Si un director es talentoso, creativo y con deseos genuinos de que el resultado sea lo mejor, tendrá la encomienda de discutir su punto de vista con el dramaturgo y negociar, como creador que es, lo que irá al escenario. Negociación que debe darse en ambas direcciones. Y eso no es fácil. Todos los dramaturgos, como cualquier padre con un hijo, no le ven defectos a su creación. Esto lo digo porque me considero más director que dramaturgo. Así que quizás mi punto de vista está un poco viciado. Digo, tampoco los directores son muy fáciles que digamos.
También están los casos extremos. Por ejemplo, según cuentan, Leopoldo Santiago Lavandero le cambió el final de Tiempo Muerto de Manuel Méndez Ballester. Y eso lo hizo cuando don Manuel apenas era un dramaturgo que despuntaba y don Leopoldo era El gran director del momento. Y se atrevió con probablemente una de las mejores obras del teatro puertorriqueño. Los detalles exactos no los conozco, y de si esto es completamente cierto o si es simplemente un cuento de caminos. Lo utilizo de ejemplo para ilustrar que hay veces que el director se impone sobre el dramaturgo.
Por otro lado está el caso de René Marqués que escribió, hasta el hastío, todas las acotaciones que debían regir la puesta en escena, impidiendo así que el director pueda utilizar algún concepto innovador. Lo cual pregunto, ¿y cuándo se va a experimental con sus obras? Sería interesantísimo que Los soles truncos lo actuaran hombres, por mencionar una posibilidad. Pero creo que moriré primero de viejo antes de ver esto.
Así que en el caso de Lucas y Lucía, sería una buena oportunidad para que Carlos revise el texto y decida si lo que se presentó en escena era lo que deseaba o si hay espacio para mejorarlo. Si él está conforme, que no se hable más del asunto.


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