10/30/2008

Pitu, como lo conocían sus amigos a Pedro Santalíz…
Por Antonio de Jesús

Antes de comenzar a escribir esta crónica, hice un breve esfuerzo por mirar al pasado y tratar de un solo golpe de acumular la mayor cantidad de recuerdos. Observé que eran varios, pero se destacó uno que era muy característico de su persona. Me pareció escucharle sugerirme que invocara su espíritu; al que me imagino ávido de encontrar un médium para escribir. No hice el ritual y por consiguiente advierto que sólo yo, y únicamente yo, soy el responsable de este escrito y que en ningún momento medio la ayuda desde el más allá de Pedrito. Aunque lo consideraré en futuras ocasiones.
Pedrito, así no más, así en diminutivo, porque había que reconocerle un carácter aniñado, el mismo que se expresaba en el entusiasmo desmedido que le generaba cada nuevo proceso de montaje o cada nuevo texto. También, se le percibía en los berrinches incomprensibles y desmesurados que formaba ante la falta de disciplina de algún actor, al llegar tarde a un ensayo o no haberse aprendido las líneas correctamente, o simplemente al percibirle estar falto de energía.
Conocí a Pedrito en el pueblo de Utuado donde trabajó como profesor del grupo de teatro del Colegio Regional de la Montaña, Universidad de Puerto Rico. Recuerdo que aún estaba en la Escuela Superior cuando mi papá, me aseguró que tendría exención de matrícula, ya que él había hablado con el profesor y este le había asegurado que tendría un lugar en el grupo para mí. Llegaron las audiciones y confirmé lo que me habían comentado de Pedrito… (Aquellos que sólo se fijan en el exterior seguramente vieron lo que vi aquella noche) Pedrito lucía sus acostumbradas cinco camisas, una sobre otra, sus mahones amarillentos con rastros de sopa, yodo, sangre y semen, perecía un personaje de la pensión de Papá Goriot. Un penetrante olor a alcoholado superior 70 era la marca de su perfume permanente el que variaba dependiendo de la cantidad de millas que hubiera caminado esa semana o la cantidad de dolencias que ocuparan sus huesos. Nunca lo conocí sano. Siempre lo conocí quejumbroso y adolorido. Otro distintivo era que nunca te miraba a los ojos cuando hablaba, más bien parecía hablarle a tu yo espiritual, que sólo él alcanzaba a ver en algún lugar sobre tu cabeza.
Empezaron los talleres, las clases, las charlas y el Teatro Pobre que predicaba, de tanto repetirlo comenzó a aparecer en nuestras cabezas como la verdadera y única forma de hacer teatro. Esa era la base filosófica del trabajo teatral de Pedrito, un teatro desnudo, sin artificios ni necesidad de equipos técnicos o decorados y mostrando siempre la cruda realidad social de los marginados, desventajados y oprimidos. Sucedía entonces que al final de cada ensayo, Santaliz nos echaba un llantito a un amigo mío y a mí, que éramos locales, y no nos hospedábamos cerca de la Universidad, para que le diéramos pon hasta el pueblo. En esos ir y venir de Salto Arriba a Bubao nos contó de su tiempo en Europa en los que vivió junto a un duque del que ahora no recuerdo su nombre, esto nos lo contó él mismo a Josué y a mí. También, nos relató divertidísimo como logró el respaldo del gobierno de la ciudad de Nueva York, donde adquirió un edificio en el que trabajaba con su compañía de Teatro Pobre. Se reía solo cuando recordaba las obras que presentaban en la calle y nos decía que a los actores les tiraban con huevos y piedras por considerar “vulgares” los libretos que les escribía.
Le tomé afecto con lástima, siempre nos hablaba de lo solo que se sentía, lo bien que la pasaba con nosotros y los planes que tenía. En más de una ocasión Santaliz nos invitaba un pedazo de pizza o un refresco y luego al final se cantaba pela’o y éramos nosotros los que teníamos que sacar la cartera y pagar. Luego de la primera vez, lo volvió uso y costumbre al punto de hacerme sentir incomodo y querer huirle.
Antes, en esa pizzería donde siempre Josué y yo terminábamos pagado la comida del profesor, tuvimos un arrebato de afecto para con éste. Juramos a fuerza de ajo en polvo, queso en polvo y chille picante, cada uno mezclando un poco en la palma de la mano para luego estrecharla con el prójimo, que seríamos amigos por siempre. La amistad idílica con el profesor terminó cuando este se enteró que teníamos en mente trasladarnos a San Juan para estudiar drama.
A menudo lo veía, durante los fines de semana, mezclado a un grupo de jovencitos travestis que se detenían en la equina del pueblo y a los que algunos compueblanos desde sus carros les gritaban piropos al pasar. Todo esto lo advertía a la distancia, pero siempre lo veía sonreído y muy divertido al igual que a sus acompañantes.
Pitu era una persona muy sexual, siempre sus pláticas estaban impregnadas de preguntas que buscaban ahondar sobre nuestra experiencia sexual, fuera básica o elaborada. Era como una especie de investigador sobre el tema sexual.
Recuerdo que la primera obra en la que trabajé con Santaliz fue Amor a la Pompadour, un sainete jíbaro bufo catedrático en verso y prosa de Rafael Escalona, -creo que el autor era Ponceño. El profesor nos dio una lección magistral sobre el significado de “Pompadour”, la que según nos explicó se refería al órgano sexual masculino bañado en oro, y que Escalona conocía esta etimología de la palabra que quedaba plasmada en esta obra donde un jíbaro comprometía en matrimonio a su hija con un acaudalado negro, presumido y prepotente aún en contra de los afectos de la dama. Los ensayos transcurrían y no se borra de mi memoria las lanzadas de silla contra el suelo que pegaba el profesor maldiciendo con su agudo timbre de voz ante el constante murmullo de los actores que estaban fuera de escena.
Además, Santaliz compartía con nosotros la poesía que escribía y nos hablaba de los trabajos que realizaba en San Juan.
Paso el tiempo, nos distanciamos y luego nuestros encuentros fueron esporádicos. Cuando el azahar nos juntaba en la esquina de alguna calle en el Viejo San Juan, en Plaza las Américas o en alguna guagua San Juan- Utuado conversábamos sobre amigos en común, sobre lo que él hacía, su amigo que estaba en la cárcel y con problemas de drogas, y yo lo abatía con mi cuentos de estudiante, chismes y apreciaciones sobre el trabajo de su colegas directores y dramaturgos que recién comenzaba a descubrir.
Siempre me pareció insólito como Pedro alcanzaba a mezclarse en la vida de otros, esa capacidad de introducirse en las familias y vidas de la gente para extraer historias y obras de esas realidades. Sé que lo hizo con una mujer de Aguadilla con la que convivió un tiempo, también recuerdo que sufrió un asalto en Baldrich y luego lo plasmó en una obra. Durante esos años Pedro ganó un premio del Pen Club por su obra Lorca y Dalí, no pude verla, pero recuerdo que lo vi en el periódico. En el artículo había una foto de Pedrito, fue la primera vez que lo vi con chaqueta, sin gorra y peinado. Me pareció guapo y se lo comenté. No sé cómo lo recuerdo; si fue él quien me lo contó o alguna otra persona la que me dijo que en sus tiempos, Santaliz, Dean Zayas y Walter Mercado, eran tres estudiantes de drama que causaban furor por sus bien parecidos rostros. Al Pedrito que yo conocí sólo se le percibía un rastro de esa gloria en sus profundos ojos turquesa y en la cultura que exhibía.
En cada encuentro fortuito que teníamos yo le disparaba con la pregunta, ¿cuándo vas a escribirme algo? Y él me respondía que todavía yo no era un actor maduro, -pero tengo disciplina, argumentaba yo. Parece que al fin Pitu se cansó de actores talentosos que le sangraban la cuenta de cheques del Teatro Pobre y optó por la disciplina, la ilusión y la pasión por el trabajó que yo exhibía, así que un buen día me informó que se quería reunir conmigo para leerme algo.
Pitu siempre escribía sus obras en papel, con lápiz o bolígrafo, recuerdo que me comentó que deseaba que le regalara una maquinilla. Sí, una maquinilla, no un procesador de palabras ni una computadorita económica sino una maquinilla de las de rodillo y campana, -es son las que me gustan, las que cada letra que escribes se escucha, vi una que estaba como a diez pesos, me comentó. Pasaron algunos días y allí estábamos yo con el ánimo bien puesto y él con su acostumbrado manuscrito y mirando a mí ser espiritual me encomendó la tarea de interpretar su letra y hacer una copia legible de ese folio prehistórico que me estaba entregando. Pitu escribía con letra torcida, inteligible, sólo aquellos que vieron sus manuscritos saben a lo que me refiero, escribía como de corrido en diagonal y hacia abajo del papel. Escribía sobre cualquier superficie que encontrara, papel, servilleta, cartón, en su libretita de apuntes, en fin donde le surgiera la necesidad. Leímos. Era un monólogo, mejor, pensé para mis adentros… Recuerdo que lo transcribí en horas laborables, en mi aburrido trabajo en la Oficina de Protocolo del Municipio de San Juan, burlando la mirada de Margarita Acosta, quien dirigía la misma y se sulfuraba al descubrir que alguien escribía otra cosa que no fueran pésames, felicitaciones, excusas o mensajes para el Honorable Santini.
A continuación comparto el texto con ustedes y entre paréntesis colocaré las indicaciones de dirección que me ofreció Santaliz, mientras que en letras itálicas escribiré mis ideas, reacciones y pensamientos sobre el texto y el montaje.


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