04/13/2008

El inventor

Por Pedro Rodiz

En esta semana salió publicado en periódico El País, y que fue vuelto a publicar en El Nuevo Día, una entrevista que le hicieron a uno de los nuestros, a Darío Fo, ganador del Premio Nobel en el 1997. Si su vida es interesante, más lo son sus comentarios, que luego, estoy casi seguro, aparecerán en alguna propuesta escénica. En esta ocasión habló sobre el catolisismo. Entre otras cosas dijo: “Pienso en el cristianismo, sus significados, sus fines… y miro al Papa. ¿Pero qué tiene que ver ese señor con el pensamiento de Cristo? ¡Si no hace nada!, ni él ni sus cardenales, el clero es una gran masa de poder y Jesús sólo habló del amor”.
El Papa visitará próximamente a los Estados Unidos. Me parece que la Iglesia Católica y su líder espiritual tienen mucho que explicar sobre su silencio o complicidad referente a los muchos casos de sacerdotes pederastas en dicho país. Pero los protestantes tampoco se quedan atrás. Todas las vertientes del cristianismo se han alejado de lo que planteó Jesús para la humanidad.
Acorde con esto, recordé un cuento del sacerdote jesuita Anthony de Mello y que publicó en su libro La oración de la rana. Lo busqué y aquí está. Son de los pocos libros religiosos que conservo de mis tiempos de católico activo. Los demás, a Dios gracias, los regalé. El cuento lleva por título El inventor.
Tras muchos años de esfuerzos, un inventor descubrió el arte de hacer fuego. Tomó consigo sus instrumentos y se fue a las nevadas regiones del norte, donde inició a una tribu en el mencionado arte y en sus ventajas. La gente quedó encantada con semejante novedad que ni siquiera se le ocurrió dar las gracias al inventor, el cual desapareció de allí un buen día sin que nadie se percatara. Como era uno de esos pocos seres humanos dotados de grandeza de ánimo, no deseaba ser recordado ni que le rindieran honores; lo único que buscaba era la satisfacción de saber que alguien se había beneficiado de su descubrimiento.
La siguiente tribu a la que llegó se mostró tan deseosa de aprender como la primera. Pero sus sacerdotes, celosos de la influencia de aquel extraño, lo asesinaron y, para acallar cualquier sospecha, entronizaron un retrato del Gran Inventor en el altar mayor del templo, creando una liturgia para honrar su nombre y mantener viva su memoria y teniendo gran cuidado de que no se alterara ni se omitiera una sola rúbrica de la mencionada liturgia. Los instrumentos para hacer fuego fueron cuidadosamente guardados en un cofre, y se hizo correr el rumor de que curaban de sus dolencias a todo aquel que pusiera sus manos sobre ellos con fe.
El propio Sumo Sacerdote se encargó de escribir una Vida del Inventor, la cual se convirtió en el Libro Sagrado, que presentaba su amorosa bondad como un ejemplo a imitar por todos, encomiaba sus gloriosas obras y hacía de su naturaleza sobrehumana un artículo de fe.
Los sacerdotes de aseguraban de que el Libro fuera transmitido a las generaciones futuras, mientras ellos se reservaban el poder de interpretar el sentido de sus palabras y el significado de su sagrada vida y muerte, castigando inexorablemente a cualquiera que se desviara de la doctrina por ellos establecida. Y la gente, atrapada de lleno en toda una red de deberes religiosos, olvidó por completo el arte de hacer el fuego.


Free Web Site Counter