02/06/2008

Olvido

Por Pedro Rodiz

Hace algún tiempo, mi esposa le dio clase a una estudiante muy peculiar. Ella fue la madre de aquél bebé que se quedó en un auto por descuido del padre y murió por asfixia y por el calor. Todo ocurrió por un terrible olvido. La madre acostumbraba a llevar al niño al cuido, pero el auto se le dañó y le pidió al esposo que la llevara al trabajo y que luego dejara al bebé en su destino habitual. En el trayecto, el bebo se quedó dormido y el padre hizo su rutina diaria. Como el auto tenía cristales ahumados, nadie notó a la criatura hasta que ya fue demasiado tarde. Esta historia fue ampliamente reseñada por la prensa. Lo que no salió fueron las vivencias de esta mujer posteriores a la desgracia. Son de esas tragedias que no se olvidan fácilmente.
Pues esa mujer le contó a mi esposa lo que vivió y sufrió luego de este terrible suceso; de cómo se la pasaba llorando casi todos los días y de cómo pasó casi un año sin poder dormir una noche completa. Y es que cuando algo así sucede, uno no olvida, se aprende a vivir el dolor. Toma mucho tiempo volver a la normalidad.
Parte de lo que esta mujer le narró a mi esposa, lo recogí en la obra Cualquier martes ceno en París; pero hay historias reales que superan a al ficción. Claro, cambié el tipo de accidente, pero la pérdida fue igual de terrible. Aquí lo comparto con ustedes.

Escena 18 La verdad aunque duela.

Está Tommy en playa, mirando hacia el mar. No fuma. De pronto llega Cecilia y se sienta dándole la espalda al mar. Ella saca un cigarrillo, le ofrece a Tommy pero éste lo rechaza.

Tommy: No, gracias, ya no fumo. Estoy ahorrando.
Cecilia: Más me duran.

Cecilia trata de prender el suyo pero el encendedor no sirve. Frustrada, lo tira lejos. Silencio.

Tommy: ¿Cómo me encontraste?
Cecilia: Eres tan predecible.

Silencio.

Tommy: Le estás dando la espalda al mar.
Cecilia: Ya no tengo nada que mirar.

Cecilia se queda callada por unos instantes. El rumor del mar la abraza. Luego de un silencio embarazoso, Tommy entiende que está demás, se levanta y comienza su retirada. Cecilia lo detiene con la palabra.

Cecilia: Yo no me hice un aborto. Yo tuve un hijo. Se llamaba Juan de Dios. Lo tuve a los dieciséis años. Me metí en problemas con mis padres por eso. El papá del nene no lo quiso reconocer y a mí tampoco me interesaba que lo hiciera. Decidí tenerlo y no me arrepiento. El nene tenía siete meses y medio y ya gateaba. Era bien simpático. Siempre se estaba riendo. Yo le contaba de mis problemas y él se me quedaba mirando y me sonreía como diciéndome: “no te preocupes mami, que yo estoy aquí contigo”. Un día estaba tan agotada que me quedé dormida en el sofá. Juan de Dios, que estaba en el piso, gateó hasta un cubo, una paila de pintura, lleno de agua. El nene se metió en el cubo porque le encantaba jugar con el agua. Y no pudo salir. Se me ahogó. Lo encontré con los piecitos hacia arriba. Y yo tuve la culpa, por dormirme, yo lo maté. Fui una mala madre. Hasta un mes después, la leche se me salía a chorros por los pechos y me manchaba las camisas. La leche que me saqué, todavía la tengo congelada, bien guardadita. No estoy lista para botarla. Han pasado varios años y todavía no puedo dormir bien por las noches. Duermo con sus zapatitos apretados en el pecho. Es la única forma que logro descansar un poquito. Por eso no dejo que nadie toque sus zapatitos. Por eso, Tommy, me quería ir a París, para creerme que era otra persona, una persona diferente a la que soy ahora. Una persona que tuvo mejor suerte que la que yo tuve. Tommy, siento que estoy metida en un hoyo, que cada día me hundo más y que no sé cómo salir.

Cecilia le muestra los zapatitos a Tommy, y en un acto de coito espiritual, se los entrega. Él duda, luego los recibe y, agradecido se los lleva al pecho. Se agarran de manos, y juntos, dirigen sus miradas hacia el horizonte.


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