07/05/2009

Crónicas
Por Pedro Rodiz

No sé si es porque se acerca mi cumpleaños, o porque escribo una novela con personajes que me son familiares, o porque guardo en cajas mis libros para hacerle espacio al Saltimbanqui, o por los efectos que ocasionan los polvos del Sahara, que estoy nostálgico. Me he pasado recordando mi infancia y mi adolescencia; en lo mucho que he cambiado, desde que me llamaban Pirel, un criollismo de Peter, hasta en lo que me convertí. Se me antoja pensar que en aquellos tiempos en que me criaba todo era muy simple comparado con el mundo que le ha tocado vivir al hijo mío.
He notado una leve vocación o inclinación a la escritura, impensable en esos primeros años. Para mi desespero y frustración no soy tan buen escritor como quisiera. Aún así, pienso que eso no debe detenerme, que debo seguir, que mejoraré a fuerza de disciplina y empeño, como todo lo que he hecho a través de mi vida.
Este año fue el año más extraño y confuso que he vivido. Subí hasta la nube más alta, experimentando la más intensa de las pasiones; hasta descender en caída libre y sin paracaídas al infierno. Sufrí la más larga, profunda y desesperante depresión. Que es otra forma de estar en el averno. Y sobreviví sin pastillas, lo cual es un logro en este siglo en que la salud mental está de moda. Mientras estuve en esa “parrillada” llegué a pensar que ya no era importante, que no debía seguir, que debía rendirme. Sólo la imagen del pequeño Saltimbanqui llamándome: “Papa, papa”, hacía que me levantara por las mañanas.
Un sábado me fui a las tres de la madrugada a la playita del Condado. Allí deseé que me asaltaran, y que de paso, me hicieran el favor de pegarme un tiro. En ese instante entendí que era tiempo de regresar. Como si me separara de mi cuerpo, me miré con detenimiento, y lo que vi me dio mucha lástima. Ese que estaba allí sentado en la arena mirando hacia el horizonte, no era el Pedro que conocía. Saqué un fósforo y le prendí fuego a ese tipo, a eso en lo que me había convertido. Y esparcí sus cenizas en el mar.
Cuando uno regresa del infierno, no regresa igual. Algo cambia. Hay cosas que se tienen que quedar atrás o dejarlas partir. Nunca he tenido grandes posesiones. No me ha interesado tener cosas materiales. Soy un hombre simple y sencillo. A lo que le he sí le he dado valor ha sido a los libros.
Me mudé a un apartamento pequeño y el Saltimbanqui casi no tiene espacio donde jugar. ¿De qué me sirven tantos libros si el chico no tiene donde moverse con libertad? Así que como parte de esas resoluciones de dejar cosas atrás, entendí que debía recoger todos esos libros y llevarlos a un almacén. Total, sólo puedo leer uno a la vez. Conservaba la esperanza de que algún día viviría en un apartamento amplio donde pudiera ponerlos y exhibirlos como trofeos. Pero cada año que pasa me doy cuenta de que no sucederá. Cuando necesite un libro, lo voy y lo busco. Así de simple. El chico es más importante que todos los libros juntos. Al fin y al cabo, los libros son para él.
Siempre tuve claro que no viviría más allá de los sesenta años. Con el historial médico de mi familia, con casos de cáncer y ataques cardiacos, no hay que ser muy listo para entender que algún día esa vara me alcanzará. Así que ya pasé de la mitad de los años que voy a vivir. No lo digo como algo patético, al contrario, la vida me ha dado más de lo que he necesitado. Todo lo que venga es ganancia. Y estoy contento y agradecido. No le temo a la muerte, la veo como la culminación de la misión de lo que se vino hacer en la tierra; la acepto como un periodo transitorio hacia algo superior.
De pronto descubrí que según uno envejece, lo más importante, lo más valioso que uno se lleva en la vida, son los recuerdos. Y con los años, uno va acumulando información e imágenes chatarra que nublan los recuerdos que realmente valen la pena. Así fue que decidí escribir unas crónicas de mi vida, una especie de autobiografía, de cómo recuerdo todo. Que sirva como documento histórico para cuando mi hijo quiera saber de mi pasado, sólo tenga que leer estas páginas. Que no le pase como a mí, que es bien poco lo que me contaron mis viejos sobres sus vidas. Y ahora no los tengo para preguntárselo.
Esto coincide con el tercer aniversario del blog. Les confieso que no pensé que duraría tanto, me refiero a la bitácora, no a mí. Pero el blog tiene sus limitaciones. Como fue diseñado para comentarios sobre el teatro puertorriqueño, es poco lo que se le pueda añadir fuera de este tema. De la misma manera que pasé a otra etapa, el blog debe evolucionar. Así que todos los domingos, empezando por el que viene, narraré mi vida. No tienen que leerlo si no quieren, pienso que mi vida es poco interesante. Pero si les llama la atención, saldrán los episodios semanalmente. No será una narración cronológica, sino más bien por temas. Luego de esto, cuando ya no haya nada que contar, publicaré los capítulos de la novela que estoy escribiendo en el Taller de Novela Corta que se titula Peaje.
Estas crónicas llevarán por título: Edificio 8, Apartamento 36. Ese era la dirección donde me críe allá en el Caserío Hato Grande de San Lorenzo. El segundo caserío que se construyó en Puerto Rico. Se titulará así porque esos números los tengo tatuados en mi memoria, como también lo están mi seguro social, la fecha de nacimiento del pequeño Saltimbanqui, el número teléfono de mi difunta madre y mi número de estudiante de la U.P.R. El primer episodio será Techos altos.
Seguiré escribiendo las reflexiones sobre el teatro puertorriqueño, esto solamente es como un paréntesis, un pequeño oasis donde pueda beber agua cuando esté sediento.


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