11/24/2007

El Victoria Espinosa

Por Pedro Rodiz

Al fin entré. Lo que antes era un pasillo lleno de mosquitos ahora es el vestíbulo del teatro. Todavía huele a nuevo. Donde antes estaba el guardia de seguridad con su televisorcito pequeño blanco y negro, ahora está la taquilla. Es una entrada acogedora, que invita a pasar. Luego del recorrido por el largo vestíbulo, dos ujieres me dieron las buenas noches. Uno me entregó el programa y el otro me indicó que me sentara donde gustara. ¿Para qué asignaron a dos ujieres si me voy a sentar donde me dé la gana? – pensé.
Un escenario amplio. Dos gradas a ambos lados, uno mirando al otro. Asientos nuevos y cómodos. Un frío pelú. ¿Será parte del concepto? –cavilaba para entretenerme mientras espero. En los laterales sin gradas hay dos pasillos, que parecen balcones. Conté seis puertas, ¿para qué tantas? Miré al techo -siempre que voy a un teatro miro hacia arriba- y se me antoja que el espacio es como una jaula amplia, que crea la ilusión de seguridad.
¿Usarán todo el espacio o sólo el escenario? Imagino sogas que cuelgan, gente que brinco y cuelga, de actores que danzan en el aire. Es un teatro que inspira.
Rememoro a Vicky. Y siento que ese vestíbulo está vacío. Siento que le falta esencia, que le falta contenido. ¿Sabrán las nuevas generaciones que la Espinosa le robó el fuego del teatro a los dioses para dárselo a los mortales como una especie de Prometeo encadenado? ¿Dónde están las fotos de ella para engalanar el vestíbulo? ¿Y que me dicen del afiche que anunciaba el estreno mundial de El público de Federico García Lorca? ¿Acaso no merecía estar allí, como una bandera que nos recuerda lo más trascendental del sentido de pertenencia? ¿Qué artista no se hubiese sentido honrado de pintarle un cuadro, como se hacía en la Europa medieval con las reinas y papas? ¡Qué pobreza cultural la nuestra! – me lamenté después que se tiró la primera llamada.
En lo que espero la segunda, pienso en qué interesante hubiese sido, como parte de una actividad paralela al festival, un conversatorio con la gran Victoria Espinosa. Ella sentada en ese escenario y las gradas llenas de estudiantes de teatro de escuela superior, con universitarios del Departamento de Drama, con sus colegas y con la comunidad en general, que sé yo, algún martes durante el día, contando historias, contestando preguntas. ¡Qué poca iniciativa! –Casi se me escapa de la boca mientras trataba de calentarme las manos con mi aliento. ¡Qué poco valor se le da a lo que es verdaderamente importante! Ya dan la tercera llamada. Me acomodo en el asiento, y me imagino que soy como un niño que va al circo por primera vez.
Una vez acabada la función, salgo rápido para buscar el calor de la calle. Afuera, el reencuentro con los amigos, comentarios sueltos sobre las impresiones de la obra, algunos son halagos, otros decepción. Siempre es así con el arte.
Una amiga me cuenta la historia más inverosímil de la semana. Que cuando Victoria Espinosa intentó ir a los camerinos a saludar a los actores, -no en esa función sino en otra- un ujier no le permitió pasar, que esperara afuera, que esas son las reglas del teatro. Ella tuvo que tragar hondo, -más hondo de lo que tragué yo ante la anécdota- explicándole a la criatura que el teatro llevaba su nombre. Si no es por esta invocación, no entra. Vuelvo a apesadumbrarme al confirmar de lo arraigado de nuestra pobreza cultural.
De regreso a casa, me convenzo de que nunca seremos verdaderamente libres si no superamos las barreras desconocimiento al que estamos sumidos por imposición, decisión u omisión. Que debemos aspirar a ser un pueblo culto y educado.


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