07/23/2006

Quememos el teatro
Por Pedro Rodiz

Existe una obra teatro que se llama Los soles truncos. Es del muy querido y admirado dramaturgo puertorriqueño René Marqués. En esencia, la pieza trata de dos viejas que viven encerradas en su hogar en el viejo San Juan. Allí rememoran glorias pasadas, de la época colonial, y se niegan a recibir la modernidad. Viven en la bancarrota pero los recuerdos de experiencias pasadas y la presencia de una hermana muerta, es lo que las mantiene de pie. Como les van a embargar la casa de la calle del Cristo, prefieren quemarla antes que perder lo que ellas entienden son sus pertenencias y sus privilegios.
Esta obra se muestra como una metáfora de lo que es el teatro puertorriqueño actual. Los teatristas, al parecer, vivimos como encerrados en glorias pasadas, rememorando lo que era el teatro de otras épocas y negándonos a admitir que el teatro, como lo concebíamos, como actividad artística, está a punto de ser embargado.
Las salas de los teatros siempre estaban llenas y el trabajo era cada vez mayor. Los actores y actrices hacían malabares para poder llegar a tiempo a los ensayos ya que participaban de muchas obras a la vez. Nos acostumbramos al glamour, a la comodidad y al prestigio. Se hablaba de crear un distrito teatral tipo “Broadway”. Todo eso ha quedado atrás. Los productores aun sueñan con volver a esta época dorada. Lamentablemente, ese público que creció en ese periodo fue envejeciendo. Se desatendió a la nueva generación de espectadores. Los costos de las salas y de los materiales han hecho oneroso la actividad teatral. Ya las salas están vacías. Los grandes escenarios como el Centro de Bellas Artes de Santurce, prácticamente se utiliza para los conciertos de la Orquesta Sinfónica, la ópera, el ballet y los exponentes de la música popular. Las escasas obras de teatro deambulan por la Sala Experimental de dicho centro, que a duras penas cuenta con dos centenas de butacas. ¿Qué nos queda? ¿Quemarnos?
Sí, lo que se está haciendo, no funciona. Es el momento de replantearnos una nueva forma de hacer teatro. La alternativa, me parece, debe recaer en enfocar nuestros esfuerzos en los dramaturgos del patio. Ellos son la esperanza. Son los que están atentos a lo que pasa en el País y cuentan con las herramientas para iniciar una nueva revolución cultural y artística. Podría ser un buen inicio. Tratar de seguir haciendo las cosas como hasta ahora no me parece que sea la solución. Va a continuar el deterioro y la decadencia.
Podríamos echarle la culpa a muchas circunstancias, muchas de ellas válidas, pero lo mejor, lo más saludable, es reconocer que lo que estamos haciendo no contribuye en nada al desarrollo de nuestro arte. No son tiempos de acobardarnos son tiempos de reinventarnos, de levantar el rostro, de no caer en la pesadumbre y en el desaliento, que son los verdaderos alucinógenos de los pueblos. Si miramos para otra parte, se esperamos que otro haga algo, si seguimos viviendo de glorias pasadas nos quemaremos irremediablemente como los personajes de Los soles truncos. Pero el fuego, en la mayoría de las ocasiones, es purificador.


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